Las redes sociales tienen un particular efecto que, aunque siempre ha existido, tienen la particularidad de acrecentar; es el aumento desproporcionado del «ego». Eso que antes se decía: «Se le ha subido la fama a la cabeza» o también podemos definirlo con aquella frase tan usada en épocas pretéritas: «Usted no sabe con quién está hablando».
Cuando una persona adquiere cierta relevancia en este mundo efímero de los medios sociales y su cohorte de followers crece en Twitter o sus fans, likes y demás variedades del «egoaumenter», eso le afecta en función de cómo sea su caracter. En ciertas ocasiones ese poder adquirido gracias al efecto de sus comentarios que, fielmente, transmite su comunidad, se convierte en una especie de droga, una necesidad de búsqueda de la notoriedad que alimente al monstruo; es entonces cuando esa persona comienza su transformación.
Se producen distintas mutaciones. La primera es la menos importante aunque siempre delatora. Esa persona que parecía maja y simpática, siempre accesible y que solía, además, pedirte favores, se convierte en inalcanzable e incluso, en ocasiones, te mira por encima del hombro con condescendencia (normal, se ha convertido en un auténtico «influencer» y tú perteneces a la casta de los meros mortales).
El siguiente paso es algo más grave. Esa persona comienza a olvidar de qué se trata este mundo social (que solía defender) y se dedica a ejercer el poder de forma indiscriminada. O sea, olvida aquellas palabras tan importantes: «Un gran poder implica una gran responsabilidad». Es en estos momentos cuando se convierte en el «Terror de los community managers» y se dedica, por ejemplo, a censurar cualquier error de empresas de todo tipo (eso sí, que tengan presencia en redes sociales para que puedan contestarle y, con ello, aumentar su ego). Esto puede hacerlo de forma más o menos elegante. Apoyándose en una razón, sea esta más o menos importante para montar un show 2.0 o, como ya he visto en varias ocasiones, amenazando claramente a la empresa en cuestión con la que le puede caer reputacionalmente si su cohorte de followers se ponen a retuitear como auténticos sectarios cuando él dé la señal…
Y, finalmente, el tercer paso se produce cuando esa persona, como Don Quijote afectado por la lecturas de libros de caballerías, verdaderamente se cree que ese poder mediático adquirido lo debe dedicar a hacer el bien, a «desfacer entuertos», y se dedica sistemáticamente a buscar causas de todo tipo y arremeter contra todo lo que considera oportuno, lo sea verdaderamente o no. Una verdadera versión moderna y un tanto retorcida de un caballero andante, y es que él cree realmente que está haciendo un bien, cuando la realidad es que va buscando las cosquillas allá donde puede y lo que sucede, en el fondo, es que se encuentra en una búsqueda permanente para que le recuerden que es alguien «importante y poderoso». Sí, vale, he sido amable, también se puede decir que se ha convertido en un perfecto imbécil.
Recuerdo gente perder los nervios cuando Klout cambiaba su algoritmo y le bajaba el indicador, cuando no se encontraba entre los elegidos para estar en un ranking que ha inventado vaya usted a saber quién o, también, en aquellas ocasiones que desaparecían seguidores en Twitter y este tipo de gente se volvía loco tuiteando una y otra vez reclamando su secta perdida. Sinceramente creo que perdemos el norte con estos asuntos, les otorgamos una importancia irreal. Lo importante ha sido y será siempre lo mismo. Cuando Twitter desaparezca (si es que ocurre) algunos seguirán con sus vidas y otros, melancólicos, se refugiarán en su viejo blog, buscarán desesperadamente su ego en una nueva red social, o simplemente, serán pasto de ansiolíticos mientras lamentan esa «marca personal» malentendida que han perdido.