La importancia de saber hacer nuestro trabajo

Después de tantos años trabajando en el mundo de la comunicación uno se ha acostumbrado a que divulgar lo que se hace es parte importante de nuestro día a día. Sabemos que nosotros escuchamos a los demás, más que nada porque es parte vital del oficio, sin embargo, cuando nosotros hablamos el resto tiende facilmente a opinar. Y es que de comunicación sabe todo el mundo y es fácil debatir sobre eso de los intangibles. A veces si nos pusieran una cervecita y unas tapas el escenario sería más llevadero. En resumidas cuantas, que ya me estoy yendo por la tangente, es fundamental conocer nuestro trabajo a fondo y echarle pasión para conseguir nuestros objetivos.

Y eso debería ser extrapolable a cualquier otro oficio de este mundo. ¡Cuánto más si el trabajo consiste en dedicarse al servicio público a través de la política! Pero ¿Qué es trabajar de político? Definir a un político es complejo puesto que podemos encontrar múltiples definiciones. Nos dice la Wikipedia: «el ordenamiento jurídico considera a los políticos elegidos o nombrados como representantes del pueblo en el mantenimiento, la gestión y administración de los recursos públicos». Bueno, nos podría valer. En todo caso un político, que ha alcanzado su puesto a través del voto democrático en unas elecciones en las cuales ha logrado convencer a un electorado, debe después asumir la responsabilidad de su trabajo, la responsabilidad del peso de la confianza que en él se ha depositado a través de esos votos y, por último, desarrollar su labor también con responsabilidad, con sentido común y con aquello que se llama «sentido de estado». O dicho de otra manera, fijar sus pensamientos y actos en encontrar la mejor forma de ayudar a su país y sus ciudadanos dejando en un segundo término otro tipo de intereses. ¿Qué intereses? Pues hombre, intereses económicos o personales, intereses de partido o, como comúnmente se denomina, dejando en un segundo término el «amor a la poltrona».

Y es que en nuestra aún joven democracia. ¡Oiga, oiga, que ya llevamos cuarenta años en esto de la democracia! Pues bien poco nos luce presumir tanto de democracia consolidada cuando, si echamos la vista atrás solamente somos capaces de tener gobiernos estables cuando una opción política obtiene mayoría absoluta o, no teniendo esa mayoría, solamente necesita pocos votos que, tradicionalmente se han conseguido gracias al «generoso y desinteresado» apoyo de partidos nacionalistas (vascos y catalanes). Pero ¡Ay! que la crisis (dichosa crisis) pone todo mangas por hombro y comienzan a salir nuevas opciones respondonas, sorpassos y aquello del cómodo bipartidismo desaparece. ¡Horror, las mujeres y los niños primero! Ahora va y resulta que hay que negociar ¿Negociar? Sí, negociar.

Y entoces aparece eso de «quiero ser ministro», «no es no», contigo ni agua, que viene la ultraderecha ¡inadmisible! Pero oiga, si ya hay ultraizquierda y nadie dice nada. Bueno, caramba, pero no es lo mismo ¿Ah, no? No hombre. Chascarrillos a un lado, la realidad es que llegados a este punto nuestros respetados politicos comienzan a mostrar carencias en las habilidades (e incluso de la pasión) necesarios para hacer adecuadamente su trabajo. Quizá les estamos pidiendo demasiado…

Y en esas nos encontramos. Nosotros venga a ir a las urnas a meter papeletas y los políticos dale que te pego a traspasar cualquier límite del ridículo y empeñándose en demostrar que su trabajo, su parte del trabajo después de que nosotros hayamos hecho la nuestra, pues que como que no… No hay manera de que nadie se ponga de acuerdo en nada, ni entre los partidos de derechas ni entre los de izquierdas. Pero ¿Y entre derecha e izquierda? Pero menuda bobada que acabo de decir. ¿Ponerse de acuerdo partidos ideologicamente enfrentados en España? Eso solamente lo hacen en países degenerados y poco democráticos como Alemania, donde para lograr sacar su país adelante, la izquierda y la derecha gobiernan juntos y, mire usted, no se desencadena ninguna apocalipsis. Pero claro, en nuestra ultrademocrática España eso causa hasta risa (menuda idiotez acaba de escribir este loco).

Pero lo mejor siempre está por llegar y un día nos amanecemos con nuestro Presidente de Gobierno en funciones diciendo que hay que hacer una reforma constitucional. ¡Por fin, alguien que ve las necesidades de la Nación! No…. espera que te precipitas. Lo que propone es cambiar el artículo 99 de la Carta Magna porque «no funciona». Es decir, que como nuestros políticos son incapaces de llegar a ponerse de acuerdo ni en el menú de una comida, resulta que la culpa es del artículo 99 que dice, básicamente, que para que sea elegido un Presidente de Gobierno debe haber más votos a favor que en contra en el parlamento (fijese usted que cosa más rara) y eso implica diálogo y acuerdos. ¿Lo siguiente qué será, que para aprobar una ley tampoco sean necesarios más votos a favor que en contra?

En fin, que no nos pase «ná». Me acuerdo de aquella frase de Cicerón: «Humano es errar, pero sólo los necios perseveran en el error».

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