La incitación del ridículo

He sido acusado de «incitación al odio». Lo confieso abiertamente. Una empresa global como es Facebook, que ha implementado avanzados sistemas de control, considera que incito al odio, sí, al odio. Nada más y nada menos que al odio con todo lo que eso significa e implica (o debería significar o implicar). Y es que las palabras, aunque en estos tiempos muchos intenten que pierdan su verdadero significado, y por ende, su verdadera fuerza, son lo que son y significan lo que deben significar.

Evidentemente, la ironía nunca es fácil de comprender y menos por sistemas automáticos o de supuesta inteligencia artíficial. Tiempo al tiempo. Pero cuando se plantea el recurso y se explica con detalle el significado de una simple ironía, es cuando nos damos cuenta del escaso nivel de precisión y efectividad de los supuestos sistemas establecidos por estos foros de información global.

Este suceso, por otra parte, aunque confieso que me ha resultado ofensivo, no deja de ser anecdótico. Además, Facebook, en su magnanimidad, me transmite que «Entendemos que es posible que se cometan errores, por eso, no restringimos tu cuenta». Pero esto me ha hecho reflexionar intentando poner estos métodos de control (cuya existencia me parece indispensable aunque, visto el caso, claramente mejorables) en el contexto actual.

Vivimos en un mundo donde el exceso de todo tipo de información (y desinformación) nos rodea y percute nuestras mentes de forma machacona. Todos somos testigos del sesgo constante de los mensajes y de la intencionalidad con que se construyen y se ponen sobre la mesa. Las últimas elecciones autonómicas madrileñas han sido un claro ejemplo de hasta dónde podemos llegar en el ejercicio del sinsentido informativo. Una cadena en las que todos tenemos nuestra parcela de responsabilidad. En primer lugar, por supuesto, el emisor del mensaje, después, aquellos que lo manipulan, lo distribuyen y generan el debido altavoz, ya sean estos los medios de comunicación tradicionales o, por otra parte, nosotros mismos en nuestro ejercicio personal de viralización de esas informaciones que nos llegan (sean ciertas o falsas). Todos los eslabones de esa cadena debemos hacer un ejercicio de reflexión de nuestra responsabilidad y, cada cual desde su posición, poner los medios necesarios. Pero, como dice el refrán: » Entre todos la mataron y ella sola se murió».

Leía hace poco que la OCDE, en su publicación “Lectores del siglo XXI: desarrollando competencias de lectura en un mundo digital”, que versa sobre la pericia de manejo de internet de los jóvenes de 15 años, afirmaba que solamente el 41% de los jóvenes españoles fueron capaces de distinguir hechos de opiniones. Pero el asunto no queda aquí. Si echamos un vistazo al estudio demoscópico realizado por Alpha Research para la Universidad Complutense de Madrid y la consultora de comunicación Torres y Carrera, que explora el fenómeno de las ‘fake news’ o noticias falsas, entre sus conclusiones, destaca que el 78,5% de los encuestados considera que las redes sociales mienten. Sobre el total, un 52,3% cree que mienten a un nivel alto y un 26,2%, a un nivel medio. Sin embargo, el 82,4% de los jóvenes de entre 16 y 24 años se informa en primer lugar a través de las redes sociales. Pero quizá, la conclusión del estudio más llamativa y chocante es que muestra cómo la generación a la que menos le preocupa que una noticia sea falsa es a los más jóvenes. Al 36,4%, entre los 16 y los 24 años, no les preocupa mucho que una información que les interesa sea falsa.

La verdad es que se trata de unas afirmaciones tan contundentes como preocupantes. Sin embargo, viendo el contexto en el que nos encontramos, quizá no deberíamos sorprendernos. Estamos comezando a recoger los frutos de mucho tiempo de concienzuda siembra.

Y en este lamentable entorno en que todo tipo de figuras, públicas y privadas, derrochan oratoria sobre la libertad de expresión mientras, tras el biombo, maniobran en sentido contrario, vemos como las otrora estandartes de esa libertad del individuo, las redes sociales, se han covertido en una especie de estercolero de falsedades, de fake news y de habitat natural de todo tipo de oscuras maniobras de perfiles falsos y artimañas que hacen que aquello que en su día llamamos «astroturfing», hoy parezca un ejercicio simplón de patio de colegio. Pero de igual manera que el príncipe azul no puede besar a blacanieves porque hoy perpreta un acto deleznable, esas empresas que ponían en práctica aquellas máximas del Manifiesto Cluetrain donde los mercados devenían en conversaciones, caen en la incitación al ridículo cuando desean poner puertas al campo del libertinaje que ellos mismos, como decía al principio, han ayudado a crear como responsables de su parcela en esta bizarra cadena de la información en la que vivimos.

¿Estamos a tiempo de recuperar aquella ilusión que las redes sociales despertaron entre mucha gente o quizá ya sea tarde?

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